El examen de crítica literaria del día siguiente apenas daba tregua para las funciones biológicas básicas aquella tarde de miércoles en el destartalado piso de estudiantes que ocupaba con otros dos amigos. Mi habitación era la más grande, porque era el emplazamiento que debía haber ocupado el comedor in illo tempore. Nuestra vida social la hacíamos, más o menos, en una suerte de despensa amplia en la que habíamos colocado una mecedora, una silla y hasta una minitele en blanco y negro de cuatro pulgadas.
Ese era el piso y un buen reflejo de la vida de estudiante en mi tercer curso de filología. Pero vayamos al meollo del asunto que nos convoca.
Eran las 20 h, la hora en la que debía ocupar la ducha y posteriormente la cocina, no ya para que hubiera cierto orden y concierto sino para que se hiciera posible el milagro del aseo y la pitanza cotidiana sin pisarnos ni estorbarnos.
Así que dejé el manual de crítica literaria del profesor Pozuelo Yvancos con mucho cuidado y respeto junto al teclado del oredenador y salí para intentar marcar un nuevo récord personal en el proceso y estar de vuelta antes del telediario.
Fue así como me encontré en un santiamén recién duchado y con la cuchilla de afietar en la mano, porque por aquellos tiempos, y dada la concurrencia matinal en el baño, prefería afeitarme después de la ducha vespertina.
De ahí pasé a la cocina. Debo aclarar en este momento que el escenario de la cocina no ha conocido grandes hitos en la historia de quien suscribe. Antes bien, podemos decir que mi contribución al canon culinario ha ido del sandwich mixto, del que tuve que declinar el día en que metí el cable de la sandwichera entre las resistencias, y, en un alarde de talento, el huevo frito, que es el caso que nos ocupa.
Pues bien. Tenía pan (de molde) para sopar y había huevos en la nevera. Esto constituía todo lo necesario para la cena de esa noche, que no es el momento de entrar en prejuicios nutricionistas ahora.
Así que cogí la sartén. Encontré el aceite, y aquí debo hacer otra digresión sobre mis problemas para diferenciar el aceite del Fairy, pero eso será motivo de otra entrada en este espacio. Digo que vertí el aceite en la sartén, encendí, no sin esfuerzo, el fuego y hasta eché una pizca de sal para comprobar que el aceite estaba listo para recibir a su óveo inquilino. Pues bien, siguiendo los pasos bien aprendidos y hasta apuntados, saqué el huevo del frigorífico y un plato de la platera que, a la sazón, estaba justo al lado de la campana, aunque aquel extractor más hubiera debido llamarse campanilla. Pues bien, fue al sacar el plato cuando me saltó aceite y me quemó la piel en varias zonas. ¡Ya estamos!, me dije. Tenía que haberme hecho un sandwich, deducción por otro lado lógica habida cuenta del abanico de posibilidades que me daba mi dilatado conocimiento en esa estancia. Dejé todo, bajé el fuego a fuego lento, demostrando mi sentido de la responsabilidad y acudí, raudo y contrariado, al baño que, gracias a los lares, aún estaba desocupado para echarme agua abundante en la cara. En ese trance fue cuando me di cuenta que ya no iba a poder batir mi mejor tiempo en el trámite de atención ad corporem previo mi retorno ad studium.
Esa inquietud me hizo mirar la hora y ahí fui consciente de que no llevaba reloj. Normal, me lo habría quitado, como hacía de vez en cuando para ducharme y lo habría dejado junto al libro de Pozuelo.
Así las cosas, retorné a la cocina con vocación y espíritu renovados y conjurado en terminar la cena y disfrutar de mi huevo frito con pan de molde. Avivé el fuego cual Vulcano iracundo y volví a la carga. Tres golpes al huevo contra el plato y zas, a la sartén. Me volvió a saltar aceite. Esta vez sólo a la ropa pero suficiente para cuestionar mi fe en lo sagrado y anotarme mentalmente que debía dejar lo de prepararme la cena y aumentar mi demanda materna de taper.
Y estaba yo en esos pensamientos cuando el huevo comenzaba a compactar y…., por Júpiter, todos los dioses del olimpo y sus cuñaos, el huevo brillaba. Debía ser un huevo especial, un superhuevo, quizá un huevo nuclear, quizá me iba a comer lo que hubiere podido ser un semidiós en el gallinaceo mundo y ahora, por mi culpa, ya no iba a ser nada, el pollo. Ante semejante estupefacción opté por lo que suelo hacer cuando me ocurren cosas prodigiosas, es decir, no hacer nada y darlas por normales y rutinarias. Por ello, cogí la rasera y empecé a echarle aceite por encima para que se dorara bien el semidiós ovícola, la criptonita o lo que diantres fuera eso. Ya tenía hsta puntillicas. Depués de todo, me había salido algo cercano al arte. Chúpate esa Velázquez, que tu vieja friendo huevos no concibió nunca tan fulgurante yema.
Y ahora ya estaba todo listo. Después de los distintos contratiempos y con Pozuelo llamándome junto al teclado y el reloj, decidí que me comía al mesías o lo que aquel huevo contuviera.
Fue al echarlo de la sartén al plato cuando acaecieron tres momentos de conciencia consecutivos; a saber: el huevo al caer al plato hizo un ruido seco, metálico, un sonido que no debía estar ahí, algo anomatopéyico, algo sólido, protésico. La siguiente revelación fue que el huevo venía con una suerte de ¿serpiete?, ¿cordón?, Dioses, no, ¡correa! Adherida a su áurea yema. Y la tercera fue que, a fe mía, el reloj no se encontraba junto al libro de Pozuelo sino en mi plato.
A partir de ahí, el estupor dio lugar a la ira, y ésta a ese estado de locura transitoria (risa diabólica) que terminó porque le echara sal, y me comiera el huevo apartando el artefacto. Al fin y al cabo, tanto calor se debía haber cargado todo bicho pernicioso y yo no pensaba invertir más tiempo. Además, qué pijo, me lo merecía.
Así que ese día me fui a la cama entre cabreado de verdad y descojonado. Y fue éste el predicativo que se impuso al día siguiente cuando llevé el reloj a un relojero y, atónito, salió del taller diciendo que le había encontrado «como aceite de oliva».
Sí señor, virgen extra, que mi madre no me compraba de otro. A ver qué se pensaba el relojero!!!
Me jodío bastante, porque el reloj me gustaba. Faltaban aún años para que Apple sacara el suyo. En fin, una buena mezcla de falta de visión y despiste. Uno termina viviendo con esas cosas y merece la pena tomárselo así. A ver cuándo fríen un reloj en Master Chef con semejante elegancia.
